Princeptotilau

La estufa de Descartes

Acurrucados y contentos, alrededor de la estufa, vamos pasando las horas de estas noches negras y silenciosas. La alegría navideña de las calles enmascara, con bombillas de colores, la frialdad solitaria del mundo. Un universo sin fondo parece vislumbrarse en medio de las ventoleras, pero nosotros no le hacemos caso. La luz del otoño se oscurece, el suelo se hela y se enmudece. Todo pierde su nombre y forma excepto nuestra estufa roja, encendida y triunfante, en la pequeña estancia del Palacio de invierno.

Después de un día ajetreado de trabajo, vendiendo “Caballito de cartón”, con el teléfono siempre colgado en el cuello y las manos en el ordenador, llega el atardecer y es el momento de detenerse y descansar. Leer y cocinar son nuestras principales actividades durante las horas tranquilas que se van borrando mientras llega el sueño. Empiezo el último libro de Antonio Damasio: otra vez las antiguas separaciones de cuerpo, mente, conciencia, alma… ya veremos cómo acaba. Doy vueltas a la idea del pensamiento mágico, esta tara humana que lo ha creado todo, y muy especialmente el arte. El teatro no existiría si no funcionáramos, desde el hombre de las cavernas, con el pensamiento mágico. Clara lee a un Pulitzer que le entusiasma: “Olive Kitteridge”. ¡Ay! ¡Cómo añoramos a América! Mientras leemos, hacemos un caldo de verduras que perfuma toda la cocina con olor a apio y chirivías. El príncipe nos hace echar una perdiz que ha cazado. Añadimos un poco de tomillo. Torremos una rebanada de pan sobre la estufa de leña. Un pan comprado en el horno de la calle Roser, en Igualada, donde todavía hacen pan de verdad. Este horno ha sido el último gran descubrimiento. El pan tostado con aceite del horno de Roser es la comida más exquisita que un hombre sano y con espíritu de aventura pueda aspirar. Esto del pan con tomate está muy sobrevalorado. ¡Cómo tantas otras cosas de nuestros tiempos!

Encendemos la televisión que el príncipe Totilau tiene en la antigua biblioteca del Palacio de invierno y que, generoso, nos deja ocupar con libertad. La guerra avanza y el aprendiz de hechicero medita sobre el futuro de nuestro trabajo. Al parecer, unos señores desde las islas Cook y otros paraísos fiscales nos vacían la caja de ahorros y tienen la intención de arrancarnos las muelas. Los políticos sonríen para demostrar estabilidad económica y nos dicen: ahora tendrá que trabajar más por menos durante al menos diez años. Después se convertirá, como por arte de magia, en otra gran crisis para continuar con este saqueo global tan suculento. ¡Y nadie puede hacer nada! ¡Sálvese quien pueda! El antiguo mundo parece terminarse y unas nuevas reglas deben imponerse. ¿Qué nueva filosofía dominará?

Nosotros apagamos la televisión, nos cerramos en la cocina del Palacio de invierno y soñamos con una vida arcaica y simple. Una vida de andar, buscar setas, cosechar hierbas y cortar leña… (pausa larga). Hacer pan, cocinar, dormir y tener hijos… (pausa aún más larga). Una existencia obedeciendo a los tonos y ritmos de la luz. Y cuando llega el atardecer, sentarse alrededor de la estufa al rojo vivo y esperar un momento de gran luz interior, como le ocurrió a Descartes: ¡Cogito ergo sum! Esperamos el momento de la gran inspiración que nos permita dibujar un plano artístico posible para los próximos años. ¿Qué debemos hacer? ¿Cómo sortear la crisis y mejorar nuestro teatro? Pero como la estufa se consume y la gran luz no llega, nos ponemos, llenos de alegría, las cerraduras del asno y seguimos avanzando paso a paso y día a día en este viaje a ninguna parte de las actuaciones. Subimos a nuestro carro de Tespis y marchamos hacia Irún con La tempestad.

Conducimos de noche sobre el hielo. ¿Dónde estamos? Nos hundimos en la geografía minúscula y desconocida de España. ¡Ah, las noches mágicas de Aragón! Nuestro churrumbel se acaba durmiendo y acepta que sus padres no son tíos. Entramos en la rutina del bolo invernal. Maria y Andreu están simpáticos y vivarachas después de tantos días de no vernos. Subrayan la precariedad de la vida teatral en Barcelona. El viaje es largo y, después de repasar muy profesionalmente el texto de La tempestad, se adormecen. Silencios de furgoneta. Yo puedo poner en marcha mis monólogos absurdos cuando me aburro conduciendo. Digo la primera estupidez que me viene a la cabeza. Mantengo el sonido del discurso por no caer en el tedio del volante. ¿Qué somos sino discurso? Un discurso absurdo, pero simpático y aparente. ¡El discurso mágico que crea el mundo! O cómo dirían los griegos: el logos spermaticus. Llegamos llenos de júbilo al hotel Altovento de La Muela. Un hotel que parece una caja de cerillas al final de un paseo de arquitectura horrible, típicamente española. Junto al hotel hay un mistrerioso «Museo del viento». Rompan filas y cada uno en su habitación. Nuestro churrumbel despierta y nos hace bailar flamenco un rato. Por último se duerme, agotada, y nos da una noche tranquila, acompañada cálidamente por el motor del aire acondicionado. ¡Me levanto a las cinco de la mañana y no hay café hasta las siete y media! ¡Esto es inhumano! La chica de recepción se asusta y me toma por un mendigo. “¿Usted, está alojado en el hotel?”. ¡Suerte del libro de Damasio!

Después de atravesar un paisaje lleno de robles con las hojas bien secas, un paisaje blanqueado en las cimas y con unas cuantas ovejas escultóricas que decoran las pendientes casi verticales de los valles del País Vasco, llegamos a Irún. El montaje es muy ágil, gracias a la ayuda del equipo de técnicos del Teatro Amaia. Los chicos hablan en euskera con total naturalidad. Esta lengua da al oído una hermosa sensación de fortaleza.

Nuestra escenografía se va envejeciendo con los bolos. Siempre hay que arreglar pequeñas cosas, con la sensación de que en cualquier momento acabará por deshacerse del todo. Esto me hace dar cuenta de que tiendo a hacer un teatro casi al límite de nuestras posibilidades materiales, técnicas y artísticas.

Un público muy bien vestido llena la platea inclinada del teatro. Veo parejas solas, sin hijos. Estas parejas misteriosas en el teatro me encuriosean. ¿Son programadores? ¿Colegas? ¿Espías? La actuación funciona muy bien. El público está atento y se calla con interés. Pienso que lo bueno en el escenario sólo se consigue con tiempo. Esto es muy importante para preparar un nuevo espectáculo. Ensayar lentamente. Grandes aplausos y mucha gente baja al proscenio a hablar con los actores y acercarse a los títeres. Raquel, una acomodadora del teatro, se ha encargado de hacer de canguro de nuestra hija. Le estamos muy agradecidos y le prometemos una caja de bombones. Nos saluda Javier Garcia, el programador del teatro, que ha confiado en nosotros. Se le ve muy satisfecho con la actuación y nosotros nos sorprendemos un poco. Dice que ya está harto del teatro que trata a los niños como bobos. Un teatro de caca, pedo, culo, pix. Trabajar por un hombre así nos hace muy feliz y nos da esperanzas.

Volvemos a casa. Dormimos en un hotel helado de la ciudad de Corella. Al día siguiente llegamos al Palacio de invierno y encendemos de nuevo nuestra estufa cartesiana para seguir pasando los atardeceres de invierno con la ilusión de que quizás algún día tendremos una idea genial, una idea clara y distinta a partir de la cual fundar nuestro teatro futuro.

La pintura inicial es el gran René Descartes (a la derecha), enseñando geometría a la reina Cristina de Suecia.

P.D. Mi costilla lee este “post” y dice que me repito… ¡Disculpen! Será la edad.

¡Hasta pronto!