Princeptotilau

Maternidad (y paternidad) de dos titiriteros

Hoy, que es un día de verano transparente y fresco, con la filigrana humorística del canto del mirlo en medio de ese aire de septiembre tan fino, me tengo bajo el granado lleno de frutos abarrocados para repasar estos meses tan felices de nueva paternidad.

Realmente, Clara y yo somos una pareja con mucha suerte. Nuestro trabajo de titiriteros oficiales del príncipe Totilau nos da mucho tiempo libre para estar al lado de nuestros dos hijos que, como se dice por este país, son más bonitos que el sol de Tous.

Además, como el trabajo ha menguado últimamente a causa de esta famosa y ancestral plaga de langostas que todo el mundo llama crisis, tratamos de aprovechar al máximo el tiempo que pasamos con nuestros hijos con una deleita única. Conscientes de este lujo, hemos reducido todas las cosas superfluas de la vida y nos dedicamos a lo importante de verdad: perder el tiempo.

Esta actividad dilatoria es casi subversiva en estos momentos de inculcación masiva del terror por parte de los medios de comunicación. Nada parece escapar a la gran depresión. Una enorme maquinaria informativa repite el mismo mensaje una y otra vez hasta convertirlo en algo robótico, deshumanizado e incomprensible… (Bueno, sí, es verdad, vale, no hace falta exagerar… Hay algo que sí que entendemos de esta crisis, y es que aquí no paga nadie!)

No hacer caso alguno a los trompetistas apocalípticos puede ser visto como una forma triste de abandono final, pero para mí, que más bien soy un futetis irresponsable, es el triunfo de una revuelta íntima y silenciosa que me abre las puertas a un pequeño paraíso casero con Clara y nuestros hijos. Es un paraíso de escudilla y carne de olla, y también de miel y canela, un paraíso puramente epidérmico y contemplativo, con los ojos reflejando las nubes que componen sinfonías silenciosas sobre el perfil de las montañas y con las manos siempre buscando la caricia y el agua fresca.

Un tiempo edénico y tribal, acentuado rítmicamente con el gotear teatral de nuestras actuaciones por todos los teatros que todavía nos aman. Y cada gota es una expedición para nuestra pequeña tribu. Es una aventura familiar en el interior de la selva de los teatros que elimina cualquier rastro de glamour que todavía pretendiera tener nuestra profesión.

Cuando se abren las puertas de la furgoneta y desembarcamos sobre las tablas de un escenario es muy divertido ver la cara de estupefacción de nuestros amigos técnicos y burócratas. ¿Qué ocurre? ¿Acaso nunca habéis visto una familia de titiriteros? Después de un servidor, que hago la primera exploración del terreno, viene Clara -la auténtica heroína de esta historia- acompañando a nuestra hija mayor, Laura, ya continuación, la abuela que hará de canguro, y el pequeño Bernat recién nacido. Todo ello, ¡un espectáculo digno de verse! Al levantarse el telón, Laura se sienta entre piernas admirando a su madre, su ídolo, y va moviendo los labios excitada, sin hacer ruido, porque, aunque sólo tiene tres años, ya se sabe la obra de memoria . Al Bernat, en cambio, debemos alejarlo del escenario para que no se ponga a llorar al oír la voz de la madre. Después, cuando el público ya ha aplaudido y marchado, aparece la abuela con Bernat y por fin recibe su consuelo de los senos de Clara que se abren en medio del vestuario teatral como ramos de jacintos, que diría Lorca.

Durante el embarazo de Bernat, mientras la barriga de Clara crecía y crecía, en los teatros se producía una admiración reverencial hacia la nueva madre. Ver a Clara interpretando “Caballito de cartón”, con una barriga de ocho meses, generaba un respeto casi religioso, mágico. Todo el mundo se apartaba y callaba.

La verdad de su cuerpo y su carne, creando una nueva personita en su vientre, era un espectáculo de una belleza incomparable. El arte teatral se convertía en un simple criado simpático del espectáculo de la naturaleza.

Es en estas ocasiones cuando aprendiendo de brujo se da cuenta de los límites ridículos de nuestro trabajo. La realidad es infinitamente más poderosa que la supuesta magia del teatro. Por eso nunca he entendido la afición de algunos brujos por los espacios escénicos centrales, donde el público rodea a los actores. Cuando era un estudiante, en este tipo de teatros, mis ojos se iban siempre al público que tenía al otro lado del escenario. El teatro se convertía en algo borroso, un puro estorbo para la contemplación de las particularidades de la auténtica verdad de la vida. En estos espacios teatrales, ¿cómo pretender vencer la potencia de la realidad con un grupo de gestos y gritos estrafalarios producidos por un actor? ¡Si incluso el zumbido minúsculo de una mosca (minúsculo pero real) puede hundir en el barro de la vanidad la tragedia griega más grandilocuente! Está claro que el público acude a estos teatros más a ser admirado que a mirar el teatro. Y cuando se aplaude, uno se aplaude a sí mismo. Pero vamos, hay que reconocer que todo el mundo queda contento, eso sí. Vanitas vanitatum, ¡te omnia vanitas!

Pero volvamos al chup-chup de la cazuela… Cuando nació Bernat, Clara y yo teníamos claro que queríamos ponerle un nombre bien teatral. Primero pensamos en Guillem, por William Shakespeare, pero ya estaba cogido a la familia. Luego Samuel, para Beckett, pero nosotros no somos mucho de esta cuerda y teníamos miedo de que nos diéramos un hartón de esperarlo por todas partes… Después pensamos Manelic, por el gran héroe catalán, pero no lo acabamos de ver claro… Así que finalmente nos decantamos por el poeta que nos une, Federico García Lorca y su obra maestra: La casa de Bernarda Alba. Si hubiera sido una niña se hubiera llamado Bernarda, pero como era un niño, le pusimos a Bernat. Aunque dentro de la familia todos le llamamos Bernardo.

Bernardo es un niño bueno y tranquilo como el pan con miel. Como todos, en esta casa, está enamorado de Clara, su madre. También le gusta mucho descansar tumbado como un guepardo sobre la rama de mi brazo mientras bailo una danza tradicional de Burundi para hacerle dormir. Bernardo tiene cara de leopardo. Por eso todos hemos decidido asumir un rol felino en nuestra familia: Laura es un pequeño tigre, y Clara y yo leones, o leones, tal y como dice nuestra hija. Y las enormes sábanas de la cama son el techo de nuestra cueva.

Y es que en los primeros meses de un nacimiento son puramente cavernícolas. Se vive en la cueva de la habitación tantas horas como es posible. El ritmo de la vida le impone la alimentación, la higiene y el descanso del recién nacido. Clara es quien recibe el mayor peso de la nueva situación, claro. Heroicamente hace lo que han hecho todas las mujeres durante siglos y siglos desde los inicios de la humanidad y que yo no puedo dejar de admirar. A mí, en cambio, me domina el instinto cazador-recolector, lo reconozco. Tengo una tendencia natural a huir de casa en cualquier momento, por ir a cazar un jabalí, o un mamut, por ejemplo. En el terreno de la cría de bebés, los hombres sólo somos meros suplentes que ayudamos en lo que podemos y, sin embargo, nos agotamos de manera patética… Es por eso que hay que descansar todo lo posible para estar siempre a punto de cuidar del bebé y su madre, para no hacer mucho el ridículo.

Sí, dormimos tanto como podemos y en cualquier sitio: en el coche, en el parque, en la cola del pan, en la sala de espera del dentista, en la peluquería, en el mercado, en medio del bosque… Porque la vida moderna se despeña por las ventanas del hospital en el nacimiento de un hijo. ¡Las estúpidas ambiciones profesionales que se pueden tener deben posponerse sine die! ¿Quizás para siempre? Me doy cuenta de que ahora ya no somos proyecto de nada. Ahora estamos sólo pasado al servicio del futuro de nuestros hijos. Pero, se pregunta: ¿eso es malo? ¡Al contrario! ¡No! ¡Es el momento de vivir una vida plena y real! ¡Por fin! ¡Viva! ¡Se acabaron las hipótesis y los contrafácticos! Los hijos ponen un bonito punto y final a muchas ilusiones artísticas de adolescente. ¡Ahora ya sólo tenemos que pensar en llenar la despensa y cambiar los pañales! ¡Es el verdadero fin del arte! ¡Arthur Danto no tenía ni idea!

A finales de mayo se termina la temporada teatral para nosotros. El teatro y el sol son incompatibles. Tenemos cuatro meses de antemano sin ningún ingreso. Tradicionalmente utilizábamos este paro biológico para hacer un nuevo espectáculo, pero este año, Clara y yo, hemos decidido seguir el curso de la economía teatral mediterránea y no hacer absolutamente nada.

Bien, nada tampoco es verdad. Aquí tenéis un breve resumen de todas las cosas importantísimas que hemos hecho este verano: Laura ha aprendido a nadar (con brazales) en la piscina de Tous. Hemos encontrado un erizo en el jardín. Hemos hecho una cena con nuevos amigos y bebido buen vino. Clara y Laura han cosechado fresas en el huerto del abuelo, mientras yo paseaba a Bernat entre las tomateras. Se nos ha hecho de noche en la playa del Far de Vilanova y la Geltrú. He regalado un vestido de color esmeralda a Clara por su santo, y ella, por mi cumpleaños, me ha regalado un naranjo. ¡Nos hemos levantado cada día a las 6 de la madrugada sin tener nada que hacer! Hemos hecho excursiones a varios castillos de la Segarra tan bonitos como abandonados. Más allá del rastrojo, entre robles y encinas, Clara y yo hemos recordado los paisajes nobles de nuestro enamoramiento. Bernat ha empezado a arrastrarse por el suelo serpenteando como una lagartija. Hemos hecho muchas y largas siestas y, después, hemos leído un poco cosas totalmente incomprensibles. Hemos ido de Fiesta Mayor en Igualada. Hemos visto los increíbles anillos de Saturno en un telescopio. Hemos ido a cosechar moras y hemos hecho mermelada para el invierno. Clara ha hecho un “apple pie” buenísimo que ya invitaba al frío del otoño. Hemos visto levantarse nubarrones de tormenta sobre las montañas de levante para hacer estruendos nocturnos estupendos. Hemos ido a la Feria de Tárrega y Laura se lo ha pasado muy bien mirando un espectáculo de mi excompañero de estudios Jordi Forcades sobre los tres cerditos… mmmmmm?

¿Qué no ha estado mal, verdad?

Finalmente la escuela ha abierto las puertas de nuevo y Laura ha empezado en la clase de Dragones, donde parece que hace tanto trabajo que acaba totalmente agotada y ahora ya se levanta a las ocho y media! Clara y yo hemos podido volver a la oficina de la compañía para intentar vender nuestros espectáculos y sobrevivir.

En medio de este último azote del capitalismo, el futuro que nos espera es incierto. ¿Qué podremos dar a nuestros hijos? ¿Sólo nuestro tiempo? Al parecer, los pocos teatros que todavía hacen programación infantil se preocupan únicamente de que sea barato, muy barato, aún más barato… Esto ha iniciado una guerra de precios entre las compañías que hará que sólo sobrevivan las que tengan ingresos de otras bandas. Es decir, nos aboca al amateurismo total. Un espectáculo de dos actores será un espectáculo de gran formato. ¡Un lujo! En esta situación previsible, ¿qué espectáculos deberemos hacer? Además, ahora tenemos la competencia desleal de algunos programadores que se han puesto a hacer teatro (lo que, secretamente, siempre habían querido hacer). Así, el círculo se ha encerrado en una endogamia perfecta. El programador se programa a sí mismo.

El único plan que se nos ocurre es hacer mejor nuestro trabajo. Abrir nuevos mercados. Hacer espectáculos de danza, hacer teatro para adultos, hacer teatro de calle, y si los intermediarios de los teatros no nos contratan, ¡nosotros seremos el teatro! Porque además de darles nuestro tiempo, queremos poder dar a nuestros hijos un futuro mejor. Y, por si acaso, mientras tanto, intentaremos educarlos hacia una profesión necesaria e imprescindible como la medicina, la enseñanza, la ingeniería, o la física nuclear… ¡Sí, es verdad! Si fuéramos capaces de convertir nuestro trabajo de titiriteros en algo imprescindible para la sociedad, todavía nos salvaríamos. Debemos convertirse en una necesidad. ¡Este es nuestro reto principal! ¿Lo podremos lograr? ¡Quizás es un objetivo de una pretensión excesiva! ¡La Necesidad! Mientras damos vueltas y vueltas a este asunto metafísico tan complicado, iremos a hacer una papilla para Bernat…

El cuadro de inicio es “La Sagrada Familia Canigiani” de Rafael Sanzio.

Nosotros, yendo de bolos, nos parecemos bastante (pero sin las aureolas…)

¡Hasta pronto!