Princeptotilau

La inspiración

De la inspiración todavía no sabemos nada, es un misterio. Unos días después del estreno de “Monsieur Croche”, mientras barría la sala de ensayo, haciendo balance, tuve que reconocer que durante la creación del último espectáculo de la compañía, la inspiración no apareció ni para saludar, ésta es la verdad. Quizás la musa Talia no supo encontrar nuestra sala de ensayo, o quizás se perdió mientras iba a buscar agua en la fuente de Castalia. Pero incluso sin inspiración, curiosamente, nos derrumbamos.

Todo empezó, hace mucho tiempo, escribiendo un pequeño borrador en un momento de inspiración fugaz, una idea para un proyecto: «Espectáculo de títeres sobre los sueños de un compositor, con música interpretada en directo de Claude Debussy». La frase formaba parte de un cuaderno donde guardamos ideas para cuando al príncipe Totilau se le pasa por la cabeza hacer un nuevo espectáculo. Pero esta frase tan delgada gustó a quien debía agradar y tuvimos que salir adelante. Hacía varios años que no encarábamos un proyecto con una gira asegurada. Era un lujo que no podíamos dejar escapar.

Sin embargo, fue curioso que la aparición de la diosa Fortuna coincidiera con una ausencia tan larga de la famosa Inspiración. Desde ese primer momento, y con cualquier excusa, el gesto natural fue posponer el inicio del trabajo en torno al proyecto de “Monsieur Croche”. Como es sabido, las excusas pueden llegar a ser de mucha creatividad, pero en nuestro caso fueron de una gran vulgaridad: “Si no viene la inspiración, yo no trabajo”. Además, para empezar a trabajar, primero teníamos que terminar la ópera del Liceu. Después tuvimos que ir a ayudar a mi hermano en su nueva compañía Terra Teatre y “Los últimos días de la República catalana”, su primer espectáculo. E incluso después, conseguíamos aplazar sine die las reuniones con nuestro titiritero Martí Doy porque no nos habíamos podido encontrar, primero, con la inspiración. Y ya, cuando se acababan las excusas y no había más remedio que ponerse, todavía encontrábamos algún bolo milagroso que nos aplazaba la entrada a la sala de ensayo, como el de nuestra participación en el Festival Internacional de Títeres de Cadiz. ¡Unos días más sin sentir el fragor de la batalla!

La entrada a Andalucía fue fresca y vegetal. Los olivares perfectos e inacabables, en su plenitud antigua y misteriosa, me hicieron sentir una profunda admiración por los andaluces. La luz era afilada y limpia en la madrugada. Nuestro carro de Tespis cruzó el Guadalquivir y en la orilla vi los últimos noctámbulos de Córdoba con sus coches abiertos y las figuras quietas. Yo seguía escuchando conferencias de Jonathan Bate y James Shapiro en la radio de la furgoneta. Este viaje, cruzando toda la península Ibérica, se hizo mucho más llevadero gracias a ellos. Es la ventaja de vivir en la época del youtube y de la universidad virtual. Los dos estudiosos de Shakespeare me adentraron por unas horas en el O de madera del teatro del Globe, concretamente en el año 1599. El autor de Hamlet escribió una media de dos obras cada año durante más de veinte temporadas teatrales! James Shapiro se exclama con una media carcajada: “Por la mañana ensayaban las nuevas obras, por la tarde hacían las funciones y por la noche escribía textos como “Macbeth” o “Lear”… ¡Y todo esto sin café!”. Otra noticia curiosa fue saber que Shakespeare no hizo su fortuna como escritor, sino como actor. La escritura era sólo un paso previo para poder llenar los teatros y realizar una buena recaudación. Pero el sueldo era por ser actor de la compañía del rey. ¿Debía de ser un buen actor, verdad?

Almorcé cerca de Sevilla antes de recoger a los actores en el aeropuerto. Pan con tomate en la andaluza. Junto a la autovía, los girasoles tenían un color brillante y aterciopelado, parecían recién regados. El calor yacía sobre el paisaje aristocráticamente. Alegría sencilla y tierna por el reencuentro con los compañeros de aventuras tan queridos. Ya con la compañía en pleno, cruzamos un puente inverosímil y monstruoso que parecía un puente en la luna. Era el nuevo puente de la Constitución de 1812, que después de hacernos pasar por un momento de bazar, nos ofreció la ciudad de Cádiz en todo el esplendor de su Corpus espectacular. Toda la ciudad resplandecía como un decorado decimonónica y colonial, iluminado por una luz mágica que venía de todas direcciones. El metal de las trompetas tras un paso de procesión nos arrancó unas lágrimas perfectamente calculadas. ¡Sí que saben estos andaluces, hacer teatro! De hecho, están especializados en los títeres, y es por su técnica en dar movimiento a las grandes figuras de los “pasos” que la Semana Santa andaluza es tan famosa. Fuimos a andar por el paseo marítimo detrás de la catedral dorada y allí, claramente, sentimos la felicidad. ¡La euforia de la luz gaditana! Junto al teatro romano de Cádiz hablamos de la suerte que teníamos que hacer nuestro teatro tan lejos de casa en ciudades tan bonitas como ésta. No teníamos ningún reparo en no actuar en el Gran teatro Falla. Actuamos en un parque bajo palmeras y jicarandas floridas y hicimos una de nuestras mejores representaciones.

Devueltos al Palau, el príncipe Totilau nos esperaba nervioso, y no hubo más remedio que enfrentarnos al nuevo espectáculo. La batalla contra el aniquilamiento se estableció de forma inmediata y con una gran virulencia en varios frentes. Para empezar, establecí una dramaturgia básica que decía más o menos eso: Claude Debussy (Monsieur Croche) se ve impedido de crear fácilmente su música y con su esposa Emma Bardac y su hija Chou-chou huyen a una isla fantástica, donde recuperarán la felicidad y la inspiración por continuar, así, regalando una música maravillosa a todo el universo. Era una primera dramaturgia que no me convencía mucho, ¡pero bien que teníamos que empezar a partir de algo! ¿No? Picasso decía que la primera pincelada de un cuadro siempre es un error que después se debe ir arreglando. Esta carencia de convencimiento cartesiano en cualquier cosa que hacíamos fue la sensación constante durante este proceso inicial. Nada me convencía de forma clara y distinta pero teníamos que ir tirando. Yo esperaba que las cosas se movieran solas y llenas de inspiración y que vinieran a nosotros alegremente. Pero nada de nada, en nuestra sala de ensayo se movía ni un pelo sin un gran esfuerzo premeditado.

Nuestra primera intención era que apareciera una niña de verdad para buscar una identificación visceral con el público infantil, e intentamos hacer actuar a nuestra hija Laura, pero un par de ensayos evidenciaron que la teoría no funcionaba, y que la presencia de una niña que no era actriz nos haría encallar, aún más, un proceso ya atascado de por sí. Así que recurrimos al equipo oficial de la compañía y Ares nos rescató. El personaje de la niña pasó a ser una especie de Ariel shakespiriano.

Otro frente importante, en lo que se refiere al lenguaje narrativo, es que decidimos que el espectáculo escenificaría un sueño. O, mejor dicho, un estado de rêverie tan típicamente de Debussy. Esto nos hizo fijar en las lógicas del surrealismo dalinianas, en los cómics de Little Nemo y en las pinturas de Hieronimus Bosch. La falta de lógica de los sueños parecía darnos libertad para cualquier cosa. Pero sin inspiración había demasiada libertad, todo era posible, y nada se convertía en necesario.

En la retaguardia, el planteamiento de los lenguajes de la escenificación se basaba en cuatro ejes: tener música interpretada en directo, hacer unos movimientos con títeres contando una historia más o menos soñada, jugar con proyecciones de vídeo como si se tratara de iluminación teatral convencional y, sobre todo, no tener ni una gota de texto. Como este territorio era bastante nuevo para nosotros, quise ir a ver qué habían hecho otras compañías y artistas especialmente inspirados en campos similares, y nos fijamos en el trabajo del titiritero holandés Henk Boerwinkel y el artista de vídeo Bill Viola.

En cuanto a la música, paulatinamente fuimos fijando un repertorio musical que encajaba con nuestro espectáculo. Esto se hizo eliminando piezas que tenían momentos excesivamente complejos y que no permitían una audición 100% agradable en las orejas de nuestro tierno público. La música debía ser muy fácil de oír.

Parecía que el frente principal, a pesar de no tener inspiración ni municiones suficientes, avanzaba despacio, pero se estancó indefinidamente cuando intentamos desarrollar a fondo la premisa moral. ¿Qué premisa moral teníamos? Pues algo como éste: “Jugar con las formas estéticas de la naturaleza de forma libre es la mejor manera de vivir una vida plena”. ¿Era una premisa con la que nuestro público infantil podía sentirse identificado? Sin duda! Ahora bien: ¿Qué acciones concretas de nuestros personajes desarrollarían esta premisa? ¿Qué correlatos objetivos le escenificarían? ¿Por qué elegir una acción y no otra? ¿Qué debe significar qué? La inspiración no llegaba a la sala de ensayo y nos fuimos paralizando como el burro de Buridan. Y ahí fallé. En vez de hacer listas y más listas y trabajar a fondo sobre ellas para eliminarlas, hice como nuestro presidente del gobierno y me quedé mirando cómo pasaba el tiempo sin que nos visitase la inspiración.

Esta actitud, de una tozuda irresponsabilidad, nos abocó a pasar momentos de angustia existencial en las trincheras teatrales. ¿Qué hago yo aquí? ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Me llegará la muerte antes de terminar este espectáculo? ¡Ah! ¡Vana desesperación! La salud, incluso, empezó a resentirse y el cansancio era constante. El cuerpo no respondía y tuve que intentar suplir la falta de inspiración con alimentos mágicos que iba tomando durante los ensayos: ¿Arándanos? ¿Anacardos? ¿Zumo de granada? ¿Pipas de calabaza? Jengibre? ¡Nada funcionaba!

El espectáculo de un director sin inspiración clamaba en el cielo y una insubordinación de la tripulación hubiera sido buena y justa. Sin embargo, los actores hicieron una demostración perfecta de disciplina y profesionalidad y mantuvieron un enorme grado de entusiasmo y creatividad durante todas las horas de ensayo. Clara aportó sensatez, inteligencia y dulzura. Ares aportó soluciones prácticas y rápidas a problemas que amenazaban con paralizarnos otra vez. Jordi aportó el grado de locura y pasión necesario para suplir la falta de inspiración de su director. Los tres salvaron el espectáculo. Su confianza e ilusión en nuestro proyecto fue reconfortante y pegadiza y, al fin, mi cuerpo, espontáneamente, empezó a activarse. Y creo que esta efervescencia física de última hora nos permitió salir de la zona de la muerte, porque un espectáculo, al final, se dirige más con el cuerpo que con la cabeza.

Sin remedio, porque el tiempo pasa irreparablemente, nos plantamos al día del estreno y nuestros clientes se quedaron sorprendidos al vernos bajar de la furgoneta: “¡Pensábamos que al final no vendríais!”. Y yo dije: «¡No, eso no lo haríamos nunca!», haciendo gala de una falsa seguridad, pero dejando entender que si era necesario hacer el ridículo, se hacía. La función se produjo en medio de un silencio mágico. Padres y niños aplaudieron con entusiasmo y los elogios fueron generalizados. Algunas huelgas críticas sobre pequeñas cuestiones técnicas me parecieron evidentes y no opuse ninguna defensa. Los organizadores del festival nos ofrecieron de inmediato firmar el cheque con unos ojos llenos de respeto y admiración servicial. Cargamos la furgoneta y todos los miembros de la compañía nos despedimos cariñosamente. Después de tantas semanas de trabajo intensas, y llenas de contratiempos absurdos, necesitábamos unas largas vacaciones.

A media mañana, Bernat se acerca a la mesa donde vagamente trato de ordenar el caos que nos ha dejado el estreno de “Monsieur Croche” y me dice: “¿Qué dibujo quieres? ¿Ese o éste?”. Yo elijo lo que creo que a él le gustará más y, entonces, con una sonrisa satisfecha, añade: “¿Me ayudas a hacer un rompecabezas?” Los intereses de Bernat son inequívocos y siempre se viven de forma absoluta. Es un movimiento de un automatismo animal de gran concentración e intensidad. Vivir en ese estado salvaje es el sueño de todo artista. Recuperar la libertad infantil, ¡Oh, la, la! Vivir como el agua que se cae, el viento que pasa, el rayo de sol que golpea la tierra y pica la piel de los hombres cansados. Pero la libertad infantil, como toda la libertad humana, no es otra mentira de nuestro paso por la vida. Una mentira divertida cuando uno se dedica al teatro, eso sí. Porque no hay que quitárselo demasiado en serio… ¿No? Si tomarse la vida de forma seria no sería demasiado serio, tomarse el teatro seriamente sería hilarante. ¿Verdad?

Laura, en cambio, tiene un humor más elaborado. Ahora que ya no va a la escuela, se deshace de la pereza estirando su cuerpo larguirucho por cualquier rincón de casa…y se queja del aburrimiento. “¡Qué suerte! –le digo yo-, ¡no hay nada más divertido que estar aburrido!”. Ella insiste en la injusticia cósmica de los niños aburridos y hace un gemido digno de Sófocles: “¡Aaah!”. Para rematarlo, me lo llevo a Vilafranca y, mientras esperamos que nos arreglen el coche, compramos un juego de ajedrez y hacemos unas partidas sentados al fresco de la plaza de Sant Joan. “¡Cuánta crueldad!”, pensará. Pues no: para Laura no hay juego más divertido que jugar al ajedrez sin normas. Y yo, la verdad, acabo riendo de buena gana ante la absurdidad de un juego tan lleno de reglas en manos de mi hija.